miércoles, marzo 02, 2005

the long and winding road (XX)

XX. Diciembre 2000

5.32pm
Decido ir donde Lucciana pero luego no. Luego decido que en definitiva es lo mejor, y cuando me subo al micro que me llevará a donde ella vive con su madre durante las vacaciones, un edificio alto en el cruce de Velasco Astete con Benavides, me entra un pánico atroz y no puedo.
Es verano.
No puedo hacerlo. Las pistas están iluminadas con luz extraña, luz de diciembre. Luz propia de California. Terrible luz devoradora. Inmensa habilidad para molestarme injustamente si es que toco el timbre y nadie me contesta. Pero eso no sucede. Simplemente no lo intento. Triste, no es culpa mía. No es culpa de nadie. Y proceso pensamientos como: antes, que cuando ella vivía junto a mi casa, podía verla desnudarse poco a poco desde mi azotea sin que ella se diese cuenta (eso lo hacía a menudo, también hacía cosas peores) porque cuando Lucciana dormía a unos metros de mi casa, yo alcanzaba a mirar sus sueños proyectados en el techo de mi habitación.
Era difícil de explicar entonces, pero ahora, usando un poco de imaginación, es muy fácil. Me obsesioné con su imagen. Porque el mundo está lleno de imágenes ¿o me equivoco?. A unos metros de mí, la Feria Navideña del Trigal en sus últimos días luce alborotada. Hay un millón de personas allí. Siento un vacío estremecedor. Conque me canso de esperar, decido tomar un micro, y me voy.
Ya es tarde.
Pero en el micro no encuentro mi billetera y me bajo lo antes que puedo, frente a la Universidad Ricardo Palma. Y cruzo la pista y descanso en un parque antes de pensar qué hacer. Caminar. Camino largo. Insurrecto.
Mucha flojera.
Si Lucciana viviera cerca a mí este verano, también podría encontrármela caminando mientras va a clases por la tarde. Podría conocerla por segunda vez si supiera encontrármela de nuevo caminando por el parque con sus amigas. Yo nada más escuchaba a Sabina en mi walkman negro. Lucciana vestía una camisa blanca y una chompa negra, y una chalina crema y un jean oscuro con un cinturón también crema.
Encuentro mi billetera en un bolsillo que no sabía que existía en mi ropa de baño negra, que a veces incluso uso para dormir por la noche. Así que tomo un micro, y me voy.
Me siento en una banca una vez que he bajado del micro y camino un poco. Llego hasta allí y me siento y luego fumo (tengo algunos cigarrillos en una latita pintada de negro, con figuritas extrañas) y pienso de nuevo en que lo que me ha sucedido hasta ahora es estúpido, muy estúpido, y también pienso en Lucciana, que según parece no quiere saber nada más de mí (o de Marcel) o de alguno de nosotros por algún tiempo. Y mirando al cielo me pregunto si fue Walter quien la asustó, o si fue Marc, pero no me pregunto si fui yo, porque eso no puede ser. Y luego me cuestiono de la misma manera si es que Lucciana en algún momento supo que las cosas iban a ser así, o si lo había sospechado desde antes incluso de habernos conocido. Y aunque dudo que ella sospeche algo, estoy completamente seguro de que ahora hay suficiente distancia física y mental entre los dos. Al final, parado a unas cuantas cuadras de mi casa, mirando el asfalto y fumando un cigarrillo con tristeza, alguien me pregunta:
- ¿Qué haces?
Tomás estaba parado en frente mío con su mochila y su short largo color negro. Luego me mira a los ojos y me dice:
- ¿Estas fumado?
Trastabillé.
- ¿Qué sucede?
Tomás aguarda un segundo y me dice:
- ¿Qué estás haciendo?
Cuestiono si lo que quiere mi hermano es ser es sagaz.
- He estado parado aquí, pensando.
Le doy una calada más al cigarrillo entre mis dedos y Tomás voltea y mira a mi alrededor mientras lo carros avanzan en forma contradictoria, pendiente de mis ojos.
- ¿Y por qué estás así?
- ¿Cómo?
- Así, no lo sé.
- ¿Qué?
Tomás cambia de dirección su mirada y cierra la boca.
- Estoy triste -digo, pero es nada más por decir algo.
- ¿Y por qué estas así? -Pregunta mi hermano, unos minutos después.
Me mantengo callado unos instantes.
- Tengo dieciséis años, tú también estarías triste si tuvieras dieciséis años.
- Sí. Tienes razón.
Y cuando la luz del semáforo cambia a roja, mi hermano Tomás y yo avanzamos y caminamos algunas cuantas cuadras sin decir una sola palabra hasta llegar a casa.

9.45pm
Hice algo de yoga, luego me tumbé en el piso aquella mañana en que me desperté rojo, irritado, con el pelo revuelto y la cara deshecha. Tenía dos ojeras pronunciadas que me dignaba a ocultar sujetando de la montura mis anteojos de sol negros durante el almuerzo. Y me desperté, aquella mañana de diciembre (mes negro, del 2000) a purificar mi espíritu con cuatro poses inútiles que había extraído de un diario local.
Di un salto del suelo a la profundidad de mi recámara. Le eché un ojo a la hora. Ya era mediodía. Afuera ni rastro de sol, o de cielo azul, o de verano. Nada de nada. Es diciembre.
¿Y ahora qué?
No quería quedarme en casa sin hacer nada.
Salí con mi familia a comer a un restaurante cerca. Evité tocar la ensalada. Más que otra cosa, comí papas fritas, y luego tomé un helado de máquina en el KFC o algo por el estilo. Caminamos un poco por el Centro Comercial y me mantengo sin decir una palabra.
Mi hermano preguntó:
- ¿Qué te pasa?
- Nada. -Le respondí.
- ¿Por qué esa cara?
Yo sabía que lo único que querían era hacerme hablar. Lo único que querían era escucharme maldecir una vez más. Solo una vez más. (Lo que en realidad me pasaba era que me dolía el cuerpo y en el fondo sentía que era demasiado pronto para empezar el verano. Un rayo de luz atravesó mi cerebro en ese instante).
- Oye... di algo pues.
- ¿Cómo qué cosa?
Tomás planteaba algo.
- Lo que sea.
Abrí mi bocota, solté un bramido:
- Lo que sea. -carraspeé.
Otra vez en mi habitación, oculto tras la luz transparente de mi computadora, escribo algo. A las nueve y media de la noche apago mi computadora y guardo mis archivos en disquetes. Es sábado a la noche. Estoy a punto de quedarme dormido en la cocina cuando suena el timbre.
Salgo a la calle a recibir a Walter. Me saluda y me dice cómo va todo.
- ¿Qué tal, Walter?
- Ahí pues, Gustavo.
- En fin, entra...
Subimos hasta mi habitación donde suena un concierto de Andrés Calamaro por todo el segundo piso. La luz que ilumina mi computadora y mi trabajo es muy tenue. Walter me pregunta si es que tengo algo para fumar a lo que yo le digo que no. Que estoy en nada, le digo, pero tengo una par de cervezas abajo.
Lo que yo hago finalmente es tumbarme en mi cama mientras Walter lee con cierta tranquilidad fuera de este mundo aquella cosa que he escrito (un indescifrable cuento al que llamo “El enganche del caracol”) y yo tan solo escucho la voz gangosa de Andrés Calamaro cantando “Loco por ti” en la playa El silencio el año 1997. Y la respiración de Walter debido a su prominente catarro suena algo como shhh shhh shhh mientras mueve el mouse sin llegar a concentrarse del todo.
Finalmente Walter dice que no tiende muy bien quién es Guilder Aguilar Peña y qué es lo que tiene que ver con el señor Ramallo, o por qué lo sigue a todos lados en aquel Toyota Célica del año 82, y después de eso se levanta y se pone de pié con un pedazo de wiro en la mano, diciendo:
- Vamos al jardín.
Y luego se ríe, algo así como jo, jo, jo... por toda mi habitación.
En mi jardín miramos la luna reflejada en la pileta cuya agua hemos olvidado cambiar por años. La cañería es demasiado vieja y ya no circula suficiente líquido en ella, por lo que se ha llenado de distintas clases de musgo y algas verdes. Luce bien, si no se toma en cuenta que junto al patio, en la pared posterior, ha crecido una enredadera verde, mientras que el suelo es por igual de piedras negras y además alrededor nuestro hay algunas sábilas y algunas plantas y algunas flores...
Prendí lo que era una especie de poste de luz algo potente.
- ¿Qué es de Marcel?
- No sé...
Walter le da un par de caladas a su pequeño pedazo de canuto y en seguida se atora. El patio se llena por un instante de humo. Walter me pasa la hierva envuelta en pegajoso papel de fumar embadurnado con THC. Un par de pitadas.
- Puta mare, Walter, mucho ruido haces...
- ¿Mucho?
- Sí.
Y después de unos instantes, una vez en la sala.
- ¿Gustavo, qué es de Lucciana?
Inmóvil, paralizado, mirando la luna reflejada en el agua podrida de mi patio. Me quedé mudo, como un idiota.
- Oye.
- ¿Qué?
- Te he preguntado algo.
- ¿Qué cosa?
Walter rió, tiró lo que sobraba de hierba entre sus dedos y se repuso, se estabilizó (por un segundo era como si fuera a caerse de bruces) y después de eso me miró fijamente a los ojos y me dijo:
- ¿La has visto?
- ¿A quién?
- ¡A Lucciana!
- Ah. No pues, no la he visto desde que se mudó.
Hubo una pausa.
- Mejor... -tarareó Walter.
- ¿Por qué?
Una vez adentro, Walter prende un cigarrillo sentado en un sillón de mi sala, que es verde, sosteniendo un cenicero que es una mosca gigante de bronce. Y Walter sostiene aquel insecto largo rato hasta que descubre que al levantar sus alas es como un cenicero, y deja aquella cosa a un lado mientras fuma su cigarrillo y bota la ceniza encima. Cocinamos huevo revuelto en una sartén y comemos algunas galletas de chocolate y cerveza, hasta que me llené de valor y después de pensarlo muy bien alcanzo a decir:
- Entiende que Lucciana conmigo, sí, pero no, ¿manyas?
- ¿Qué?
Estábamos todavía en mi patio, terminando de fumar aquella pava, cuando Walter me dice:
- El huevo... y las galletas de chocolate, ¿sabes? Con la cerveza, como que no combinan muy bien.
- Tienes toda la razón -argumenté.